UN ESPIRITU DE BILBAO


Esta es la historia de un espíritu que se deslizaba por encima de los charcos y bajo la lluvia de mi ciudad, aunque no se mojaba; ya que los espíritus son etéreos, transparentes, incorpóreos, no se pueden ver. No es que los de Bilbao seamos cegatos o despistados,  es que si un espíritu estuviera en el metro de Madrid, de Barcelona, de Buenos Aires o de Méjico; nadie lo vería. Pero él sí nos observa y es consciente de que no podemos percibirlo, ni tocarlo. Es por eso por lo que los espíritus se sienten ignorados, ya que cuando hablan nadie les escucha, todos seguimos nuestra rutina como si no existiesen. Este hecho los desespera  y poco a poco, van a  buscar un cuerpo para ocuparlo, utilizarlo y poder expresar a través de él todas sus capacidades e inquietudes.

El espíritu, al que nos referimos en este  caso,  no era un ente cualquiera, era aquel que portaba el conocimiento, la elocuencia, el juicio independiente, la equidad, la bondad…; el espíritu que muchos cuerpos quisieran tener en su interior para ser admirados, ensalzados y halagados. Pero esta alma era un poco ingenua y despistada, más bien insegura,  por lo que le costaba decidirse a entrar en un cuerpo; lo último que deseaba era hacer daño a nadie.

Un día osó tomar el cuerpo de una niña, pensando que como era un ser en desarrollo, él podría colaborar para hacerlo mejor; iba a crecer con el espíritu de la sabiduría y el buen hacer, cuando llegara a ser mujer, él estaría fundido en su cuerpo pudiéndose expresar como cualquier otro humano.

Dentro de la niña se sintió satisfecho, era un cuerpo juvenil y ágil. Podía saltar, correr, reír sin compasión. Con la niña no podía hacer daño a nadie; era pequeña y débil aunque también alegre y dinámica. De esta forma, la madre estaba muy orgullosa de su mozuela; tenía las mejores notas de la clase, hablaba con propiedad, deslizaba los argumentos entre sus labios con una facilidad que impresionaba y con un rigor que silenciaba cualquier discusión.

Sí, realmente era una niña que sobresalía sin querer, a la que no le costaba  estar por encima de los demás. Fue ahí donde surgió el problema, los otros niños comenzaron a rehuirla; «no se puede hablar con ella», decían, «es una repipi» « ¡Cuidado! que viene la lista y te va a poner los puntos sobre las íes, ja, ja, ja». De esta forma se fue quedando sola, sin amigos. A los mayores tampoco les gustaba que una niña estuviera en conversaciones de adultos. Podía ser una chica muy inteligente, pero, al fin y al cabo, una niña.  La muchacha, poco a poco, se fue recogiendo en su soledad; todos se apartaban de ella.

El espíritu comenzó a pensar que no hizo bien en tomar ese cuerpo, no estaba haciendo ningún favor a esa niña. Él nunca quiso hacer daño a nadie, pero se había equivocado. Su mayor error fue el haber escogido una niña. Normalmente los niños son inocentes, curiosos, ávidos de saber; no lo conocen todo, se esfuerzan por aprender. Una niña con esa crítica tan independiente y esa elocuencia que el espíritu le daba, estaba fuera de lugar, era algo anormal para la sociedad donde se encontraba; no había tomado la decisión correcta. De esta forma, un día decidió abandonar ese cuerpo y volver a deslizarse por las calles de Bilbao, entre tumultos de gente que se escondida bajo oscuros paraguas  y deambulaban de un lado a otro como desordenadas hormigas en el hormiguero. 

Entonces pensó que mejor sería tomar el cuerpo de un adulto. Un adulto culto, locuaz, inteligente y bueno es un adulto admirable; todos le tendrían respeto y sería halagado por su entorno. Un adulto con esas cualidades, que el espíritu estaba dispuesto a entregar, sería una gran persona.

Con la idea de ayudar, cosa innata en el ente, tomó el cuerpo de una mujer, pero no una mujer cualquiera, él era el espíritu de la bondad, por lo que eligió el de una mujer desdichada para así poderla sacar de la miseria. La mujer más infeliz que encontró fue una furcia, una puta de cabaret que sobrevivía en este mundo entregando su cuerpo a quien más le pagaba, sometiéndose, aunque por necesidad,  ante el dinero. La humillación se había convertido en rutina, se menospreciaba a sí misma más de lo que los clientes la desdeñaban.

Con la llegada del espíritu el cambio que sufrió ese cuerpo fue impresionante. La mujer comenzó a valorarse, a sentirse segura de sí misma y a rechazar al gordo empresario que siempre la deseaba, la trataba sin respeto y la tomaba como si le perteneciese, dejando caer los sudorosos y grasientos pliegues de su piel sobre el fino cutis de una dama de veintiocho años que ya no quería semejante figura sobre su cuerpo. Pero la elocuencia de las palabras que el espíritu puso en boca de la prostituta no sirvió para nada, tampoco sus fluidos argumentos, ni las amenazas de demanda. La tomó del brazo con fuerza haciéndole daño, la tiró a la cama como un instrumento en propiedad, le arrancó la ropa hasta dejarla desnuda y arrastró su cuerpo de un lado a otro del lecho hasta tenerla bajo su piel. Aunque la muchacha se negaba, la forzó sin ningún reparo;  se sentía en su derecho. Era una furcia, él había pagado por ese cuerpo y le pertenecía; era un instrumento de placer, nada más. Los discursos elocuentes sobraban y las negativas eran estupideces que no se podían consentir a una puta.

La muchacha una vez abandonada en su cuarto quiso salir para denunciarlo. Pero, para mayor desencuentro, el importante sujeto se había quejado en el burdel del que era buen cliente. El proxeneta arregló el asunto amenazando y golpeando a la muchacha; encerrándola en su cuarto.

El buen espíritu del saber había cometido otra torpeza. No había hecho ningún bien a la muchacha al tomar conciencia de su situación, enorgullecerse de ser mujer y exigir respeto cuando habían pasado tantos años de menosprecio. El espíritu se culpó otra vez de lo que había hecho; no la ayudó, sólo consiguió herir y empeorar la situación de la miserable. Este segundo fracaso le dolió tanto que se dijo a sí mismo que nunca más volvería a ocupar otro cuerpo.

Fue así como el envidiable ente se encontró vagando por las calles de Bilbao, deslizándose sobre los charcos y caminando entre oscuros paraguas.

Pero ese estado etéreo, sin poder expresar a nadie sus ideas, conceptos y pensamientos que el espíritu acumulaba, fue justificando el hecho de que aunque había vuelto a cometer un segundo error, la experiencia le había enseñado: no había sido la locuaz alma la causante de tales desgracias, si no el cuerpo ocupado. No se puede cambiar, de forma radical, la condición del ser de cada persona. El cuerpo a ocupar debía de ser un cuerpo adulto, equilibrado y próximo al mundo cultural que ese espíritu estaba dispuesto a engrandecer. En un cuerpo de esa categoría no podía haber error. Con este pensamiento el espíritu bilbaíno se adentró en el cuerpo de un escritor.

El escritor, que recibió los dones de ese ente vagabundo, colaboraba en ciertos periódicos y revistas; escribía novelas y le gustaba mostrar, a través de las tintas de su pluma, una visión crítica e inquieta del mundo que nos rodea. Defendía al débil y denunciaba las injusticias a través de cuentos y moralejas; procuraba mostrar siempre un juicio independiente y no le gustaba recibir presiones a la hora de dar su opinión.

La entrada del nuevo ente en ese cuerpo dio notoriedad a todos sus escritos. Las ideas fluían con tanta facilidad como eran recibidas por el lector; los argumentos eran incontestables y la sátira burlesca aguda. Fue así como el número de lectores de su obra comenzó a crecer de forma ostentosa. Todos buscaban sus artículos y libros para después leerlos con interés. Poco a poco, se fue convirtiendo en una referencia de juicio importante para la gente. Los estamentos de poder, al darse cuenta de la influencia que esa pluma independiente ejercía, trataron de ganarse sus favores. Esto no era posible, el escritor era sagaz y amante de su libertad. Esa independencia extrema le llevaría a muchos enfrentamientos: con pobres badulaques que se creían algo por un puesto circunstancial que ocupaban,  con ciertos cargos que utilizaban el poder que ostentaba dicho puesto, y enfrentamientos con las más altas estancias de dominio de la sociedad. Pero estos últimos no están acostumbrados a que se les lleve la contraria, sino a que se cumpla su voluntad, y cuando encuentran alguna traba para conseguirlo la apartan sin ninguna contemplación.

Alguno de los altos estamentos de dominio de la sociedad debió sentirse agredido de tal forma que no estuvo dispuesto a tolerarlo. Fue así cómo una tarde, mientras el escritor tomaba un café en el bar de todos los días,  una sombra por detrás provocó en su cabeza un golpe tan agudo como profundo. El seco sonido del disparo provocó un tenso silencio y el cuerpo que ese dichoso espíritu ocupaba cayó al suelo sin vida, abandonando a la locuaz alma. « ¡Qué he hecho!», se culpó el ente,  «no es el cuerpo que ocupo quien trae las desgracias, sino yo; un orgulloso espíritu que no sirve más que para vagar y dejar en el aire sus pensamientos, para juzgar con acierto y comentar sus juicios al cielo…»

Si vais a Bilbao tened bien presente que por las calles de esa villa,  hay un espíritu que se desliza sobre los charcos y entre la lluvia; aunque no se moja, pues los espíritus son etéreos, incorpóreos; no se pueden ver, aunque ellos sí nos ven y nos juzgan. Pero no os preocupéis; este espíritu no ocupará nunca otro cuerpo.

 

©Fernando Urien

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