Aquella Noche Buena, después de trabajar, no fui directo a casa; quise pasear por la ciudad. Las calles de Bilbao brillaban por los adornos de luces que se encendían y apagaban. Ese colorido se reflejaba en un pavimento que estaba mojado. La humedad es algo natural en esta ciudad, sobre todo en invierno. Con ella el frío se adentra en el cuerpo hasta tocar los huesos, y se nota que los toca, aunque el abrigo que se lleve puesto sea grueso. Los coches circulaban apiñados por las diferentes avenidas. Una señora mayor caminaba cargada de paquetes, un niño observaba los juguetes que había en un escaparate mientras su madre le llamaba para que no se quedase rezagado, personas que se movían rápidas y nerviosas con bolsas en la mano. Bilbao era un tumulto de prisas, voces, y un tráfico que aparecía atascado por todos los rincones de la ciudad. Los tilos de la Gran Vía brillaban con las luces azuladas que colgaban de sus ramas. Se escuchaba música por los rincones y alfombras rojas adornaban las entradas de muchos comercios.
Al dar las nueve de la noche, la ciudad calló. Solo la explosión de algún que otro petardo lejano rompía el silencio de las calles. Las luces que adornaban las avenidas, se quedaron solas. Aún se oía cantar un “Noche de paz” lejano y los ruidos de mis pasos estaban cada vez más solos. Me llamó la atención el escaparate de una joyería. Era como un árbol de navidad donde los colores se confundían con los brillos de las esmeraldas y diamantes que allí se mostraban. Junto a un expositor de relojes, dos alianzas de oro blanco sobresalían en el centro de la muestra, como si solo ellas existieran. «Si pudiera comprarlas… mañana mismo me casaba». Pero tenía que ahorrar de un sueldo con el que apenas podíamos pagar el alquiler del piso donde vivíamos. Nos decían que teníamos suerte porque tanto mi novia como yo estábamos trabajando. Sin embargo, Marta tuvo que ir a Madrid a una urgente reunión —todas las reuniones eran urgentes—, justo el día de navidad. Me quedé solo, dispuesto a pasar la noche en una pequeña buhardilla del casco viejo de esta Villa. Mientras marchaba por las húmedas alamedas, soñaba en desposar a Marta con la alianza que había visto en aquella joyería, y que pasábamos juntos la noche en nuestro piso.
Al doblar una esquina de la Gran Vía, tropecé con un hombre alto y grueso. Tenía una mirada bondadosa y una sonrisa que inspiraba confianza. Vestía un abrigo de piel con una pequeña corbata que asomaba tras el pañuelo que resguardaba su pecho. Me recordó a Santa Claus, pero sin barba.
—¡Qué poca gente hay por la calle! —dijo dirigiéndose a mí.
—Es verdad —respondí—, hace un momento había una multitud y los coches apenas podían circular. Ahora, aparte de usted y yo, no se ve a nadie más.
Como si la ciudad de hacía cinco minutos hubiera desaparecido, ahora nos encontrábamos en una villa tranquila y silenciosa. La gente se había recogido en sus casas para pasar la Noche Buena.
El señor levantó la vista buscando algo en el oscuro cielo, cerró un poco más el abrigo, se encogió por dentro y continuó:
—Sí, esta es una noche para estar en familia.
Bajé la mirada hacia el suelo. En ese momento, aunque me mantuve en silencio, mi soledad era estridente, como un grito que hacía que todas las miradas se volvieran hacia mí.
—¿No vas a llegar tarde a la cena?
No levante los ojos de las baldosas de la acera; me encogí de hombros y giré con intención de marcharme. Pero antes de nada, volví la vista hacia el elegante señor y respondí:
—No tengo prisa, nadie me espera.
Al oír mi despecho, el caballero se acercó a mí y me cogió del hombro. Yo retiré su brazo. No me hizo gracia que un desconocido, por muy simpático que fuera, se tomara esa confianza. El viento empujaba a una lluvia fina que me estaba empapando de arriba abajo. El ruido de la explosión de otro petardo se escuchó a lo lejos. Era un ruido solitario. Los recuerdos de mi familia en estas fechas volvieron a mí con el eco de los villancicos, belenes y regalos de aquellos Reyes Magos que tantas alegrías dieron a mi niñez.
—Ven a cenar conmigo. Estoy solo, con mi mujer y mi hija. Como ya nos hemos dicho todo, no tenemos conversación entre nosotros. Pero con usted será diferente. Ya vera.
—No se preocupe…
—Insisto. Mi casa está ahí, justo en la acera de enfrente. ¿Para qué va a ir más lejos a cenar solo en esta fría noche?
La casa que había justo enfrente fue residencia de la burguesía bilbaína. Ahora la habían transformado en un edificio de pisos de lujo y oficinas. Me llenó de curiosidad el poder verlo por dentro. Pero, el hecho de ir a cenar con un desconocido no me agradaba mucho. No obstante, pudo más mi curiosidad y la insistencia de ese caballero bonachón que me recordaba a Santa Claus sin barba.
Al entrar, el portero, un joven que cojeaba, nos saludó. Mi acompañante se acercó a él y dándole un sobre; le felicitó las fiestas. No sé qué es lo que había dentro del sobre, pero el muchacho estuvo repitiendo la palabra –gracias– hasta que tomamos el ascensor.
El apartamento se encontraba en la segunda planta, tenía sobre la puerta la letra «D». Nos recibió una señora, debía ser del servicio, que recogió nuestros abrigos y los guardó en un armario que había en el recibidor.
El piso era muy señorial: tenía cuadros originales, daban la impresión ser de buenos pintores; las paredes estaban cubiertas de madera y al pisar las alfombras se notaba cómo se hundía el pie, era como caminar sobre algodón. Al fondo de un largo pasillo se podía ver un gran salón con una lámpara de araña de dimensiones descomunales. Pero no nos dirigimos hacia allí, sino que entramos en otra salita más pequeña donde ya estaban sentadas dos personas. El caballero me cedió el paso. Después tomó asiento cerrando mi salida hacia la puerta. En la mesa, cada comensal tenía tres platos y numerosos cubiertos tanto a izquierda como a derecha. Nunca pensé que fueran necesarios tantos instrumentos para comer. Frente al plato tres copas de diferentes tamaños y de un cristal que se veía fino. El mantel era de color blanco y tenía bordados dos renos en el centro. Pero lo que más me impresionó fueron las dos extrañas comensales que nos acompañaban. No decían nada. No pude ver la cara de la señora que estaba a mi derecha, ya que se había sentado a la mesa con un sobrero del que colgaba un velo que le tapa el rostro. No se movía ni decía nada, tenía puestos unos guantes blancos. La cuchara colgaba de los dedos de su mano derecha, como si estuviera a punto de caer. La más joven, que estaba frente a mí, tenía un rubio y alargado pelo que casi le cubría el rostro. Cuando me fijé un poco más, pude ver que sus labios eran como dos pellejos, que de finos parecían transparentes, donde se marcaban claramente los incisivos. La piel de las manos se pegaba a los huesos dejando entrever las gruesas articulaciones que no se movían. Busqué sus ojos entre los rizos de su cabello; estaban cerrados. No se movía…, no se movía…, no se movía ni la una, ni la otra.
La sirvienta interrumpió mis observaciones al dejar sobre la mesa una hermosa sopera de porcelana, un capón de buenas dimensiones y unos platos con espárragos, paté y unos fritos. Después, el señor le dijo que se fuera a su casa a disfrutar de la Navidad y le dio un sobre que ella recogió.
Yo deseaba que no se marchase, que no me dejase solo con el buen señor que me recordaba a Santa Claus y los dos cadáveres que habían sido colocados a la mesa como si de dos comensales se tratara. Me puse a jugar con los cubiertos para distraer mis nervios y cuando el señor me preguntó mi nombre, un cuchillo que tenía entre los dedos cayó al suelo quedando su punta hincada en la tarima. Me hice el distraído por no responder. Pero él insistió, por lo que solicité conocer el suyo. Me dijo que se llamaba Christopher Ehrlichmann von-ostermann. Le respondí que mi nombre era José.
Para ser alemán hablaba muy bien el español, su acento germánico apenas se notaba. No obstante, por muy amable que fuera mi anfitrión, yo no dejaba de mirar a un lado y a otro de la mesa buscando una salida fácil para poder escapar de aquella prisión. Las sillas del cadáver de la mujer más vieja y la del mismo Christopher; bloqueaban cualquier intento de huida.
Me ofreció un poco de sopa que rechacé —no podía comer con aquella compañía–. Entonces, me sirvió en el plato unos gruesos espárragos y unos calamares fritos. Los comí a disgusto: era incapaz de dejar de mirar a las dos mujeres que nos acompañaban en el espontáneo festín. Después, aunque insistí en que no quería más, me sirvió un trozo de capón. El vino estaba buenísimo. Debí tomar bastante, porque poco a poco dejó de importarme la inmóvil compañía. Christopher no dejaba de hablarme de sus hijos en Alemania. Los quería, pero también los juzgaba con un rigor que me pareció excesivamente duro. «Nunca juzgaré así a mis hijos»; pensé. También me preguntó sobre mi vida, pero siempre le respondí con evasivas.
Cuando terminamos de cenar, los dos cadáveres que nos acompañaban no parecían tales. Como si fueran dos personas más me despedí de ellas. Entonces, mi amigo alemán se levantó de la mesa y pude salir al pasillo. Ya no quería huir de aquella casa; me sentía confortable. Nos abrazamos los dos y antes de que me marchara Christopher me dijo que esperara un poco. Me quedé en la entrada mientras él se alejó por el pasillo. Me entregó dos regalos de navidad. No supe qué decir; yo no tenía nada para darle. Pero él sonrió. Me agradeció la compañía como si fuera el mayor regalo que hombre alguno pudiera esperar. No me dejó abrir lo regalos, me dijo que cuando lo hiciera recodara aquella noche.
Llegué a casa bastante tarde. Entre las paredes de la buhardilla se oían cantos de villancicos lejanos. Me tumbé en la cama con los dos paquetes que me regaló Christopher. Me quedé dormido.
Al despertar tenía la impresión de que todo lo que aquella noche había sucedido fue un sueño. Sin embargo, los regalos se encontraban tirados sobre la manta de la cama. Los cogí extrañado, como si fueran la parte más real de la ficción. Abrí primero el más pequeño. Tras el papel había una caja de metal y en su interior estaban las alianzas de oro blanco que había visto la noche anterior. Me sorprendió que él conociera mi deseo, ya que aquella misma noche fue cuando vi los anillos. Recordé la cena… Los dos extraños cadáveres me parecieron parte de aquella familia. Tomé el otro paquete, que era más grande y alargado. En su interior había unas escrituras y unas llaves. Las escrituras eran del mimo piso donde cené. Estaban a nombre de mi novia y mío. Me eché a reír. Yo nunca había firmado escritura alguna. Era una broma. Me llamó la atención las llaves. Me las guarde en el bolsillo, desayuné tranquilo y marché a la calle. Fui a la misma casa donde pasé la Noche Buena. Al verme entrar, el portero me preguntó a ver a donde iba. Me sorprendió porque era la misma persona de la noche anterior; pero más vieja. También cojeaba. Cuando le dije que iba a la letra «D» del segundo piso, se echó a reír. « ¡Tendrás la llave!», inquirió. Le dije que sí y se la enseñé. Volvió a sonreír. Le miré extrañado, no sabía a cuento de qué venía tanta sonrisa. Entonces él me explicó que por allí había pasado mucha gente queriendo abrir ese piso. Por lo visto, Christopher Ehrlichmann von-ostermann había muerto hacía tres años. En el testamento había dejado escrito que ese piso sería para quien tuviera la llave de él. Así que fueron muchas las llaves que pasaron por aquella cerradura sin lograr abrirla. Me acompañó hasta la misma puerta de la casa donde la noche anterior yo había cenado. Me contó que había leyendas que decían que en los últimos días de su vida, se había quedado tan solo que vivía con los cadáveres de su mujer y su hija. Por lo visto murieron en un accidente de tráfico.
Metí la lleve en la cerradura con cuidado, aunque entraba ligera. Di dos vueltas al bombín y la puerta se abrió. El portero me miró sorprendido «¡Es la llave!, ¡En hora buena!» Y me invitó a entrar. Pero, me acordé de los cadáveres. Por lo que le pedí que me acompañara. Los muebles no estaban como yo los vi. Grandes sábanas blancas cubrían las mesas, sillas y sillones. Con cierto temor me acerqué a la habitación donde cené. Allí no había nadie, solo sábanas sobre la mesa y sillas. El portero no hacía otra cosa más que decirme que el piso era mío. Al salir, volví a cerrar la puerta con llave. Le pregunté a ver a que notario debía de ir. Él no lo sabía, pero en las escrituras ponía uno. Así que me dirigí allí. El notario al verme sonrió. Después de varias comprobaciones formalizó la escritura. Yo pensaba en Marta y en la alegría que le iba a dar.
© F. Urien
3 Comentarios en “La cena de Navidad”
Un bonito relato,, enhorabuena por plasmar de una forma tan navideña del Señor Scrooge ese tiempo de noviazgo en que todos ansiabamos una vivienda y poder casarnos con nuestra novia querida.
Una bonita, entrañable y hermosa historia. Enhorabuena Fernando y gracias por tus escritos
Eskerrik asko, A ver si se me ocurren más historias.