El mejor abuelo del mundo 4


Daniel es un muchacho inquieto, le gusta revolver en los lugares más extraños y buscar entre los objetos más viejos y olvidados. Es hijo único, tiene doce años y se puede decir que en su casa no hay un solo rincón donde no haya hurgado.

Aquella tarde sus padres  habían ido a visitar a su abuela Fortunata que últimamente estaba siempre en la cama, el tiempo no perdona y el cuerpo pesaba demasiado para la pobre anciana. La tía Felisa,  hermana de su madre, vivía con ella y se ocupaba de sus cuidados. De vez en cuando, sus padres pasaban las tardes allí atendiendo a la abuela,  para que así Felisa pudiera salir un poco. Su abuelo Gustavo, el marido de Fortunata, murió antes de que Daniel naciera. De esta forma,  Daniel sólo conoce a este antepasado  por las historias, anécdotas y diversos sucesos  que le contaron.

Al muchacho le aburría la televisión y detestaba los anuncios que no le dejaban ver a gusto las películas. Por eso, aquella tarde subió  a jugar al desván. Allí, entre cajas, viejos muebles, objetos rotos, diferentes baldas, ropas olvidadas, trastos de antaño y mucho, mucho polvo; Daniel se encontraba en el lugar más divertido de toda la casa.

En una esquina, bajo unas cajas de cartón, olvidado por el tiempo, se encontraba un viejo baúl. Daniel retiró todos los embalajes para así poder abrir el extraño arcón. No tardó mucho en empezar a sacar las cosas que en su interior se guardaban. Había una gorra de marino, una pipa, varios libros, un viejo reloj de bolsillo que ya no funcionaba, unas fotos muy antiguas, entre ellas pudo ver una de su abuela cuando era joven; había pantalones,  camisas, algún jersey grueso y una chaqueta bastante bien conservada. Revolvió la prenda sin parar y encontró, dentro de un bolsillo de la americana, un sobre con una carta. Los ojos se le encendieron de curiosidad ¿Sería una carta de amor escondida y nunca entregada?, o, ¿Sería de despedida? El muchacho, nervioso, abrió el sobre, desplegó la carta y comenzó a leer:

Hola, siento mucho no haber podido conocerte, pero eso no importa, con esta carta espero poder decirte lo que siempre he deseado contarle a mi nieto…  No es nada importante, sólo es el deseo de poder hablarte un poco sobre lo que yo pienso. Espero que seas un niño formal, yo te imagino así. No sé cómo me imaginarás tú, pero supongo que bien, pues no habrán hablado mal de mí ni tu madre, ni tu abuela, ni tu tía; no es que yo fuera perfecto, lo que pasa que de los muertos siempre se habla bien, acentuando sus dones y justificando sus defectos. De esta forma, para ti yo seré casi perfecto;  el mejor abuelo del mundo, sin lugar a dudas.

Te diría que estudies, y debes de estudiar para ser el día de mañana un importante señor, para que no te falte  nada, para que tengas dinero y para ser respetado por todos. Pero piensa siempre que lo más importante en la vida no es eso, lo más importante en la vida no es ser un ilustre caballero, ni un poderoso comerciante, ni un adinerado banquero. Lo más importante en la vida es el amor, es querer y que te quieran, es despertar y sonreír al alba manteniendo sin querer la sonrisa todo el día hasta el anochecer, y acostarse, ya cansado,  con el deseo de volver a despertar para seguir viviendo. Para eso debes de saber buscar, sobre todo, una compañía y no debes errar en ello. Por eso, pienso yo, que quizás lo más importante es esa decisión que tomamos al elegir con quién hemos de vivir el resto de nuestras vidas.  Sin embargo, eso nadie nos lo enseña,  sólo tú has de sentirlo y has de saberlo. Pero no te confundas,  que de poco servirá el dinero, la posición, o el respeto que los demás tengan sobre ti; si cuando despiertas cada mañana no sientes un golpe de alegría  en el corazón por la suerte que tienes de tener a esa hermosa dama junto a ti. ¿Para qué sirve una enorme mansión si sólo la puedes llenar de piedras, por muy preciosas que esas sean?

Te puedo asegurar, que todos los días de mi vida he sido feliz, y aun cuando estaba en el hospital deseaba tanto ver a tu abuela…  y ella siempre estaba allí, esperando a que despertara.

Recuerdo aquel primer día en que nos besamos, tiempos aquellos…;  estábamos en el monte, nos abrazamos fuertemente el uno contra el otro, caímos rodando por el suelo, revolviéndonos entre unas flores de Diente de  León; también llamadas Meacamas, porque dicen que si juegas con ellas luego te meas en la cama. Cuando Fortu se dio cuenta de ello, se revolvió queriendo levantarse – ¡Meacamas!, ¡Meacamas!- gritaba, y con tanto movimiento tropezó con una ortiga que, escondida entre las flores, le picó en el tobillo del  pie. Yo, caballero impertinente, de una patada arranqué la planta. Tu abuela, al ver mi reacción, arrancó una rama a la ortiga y la guardó entre las hojas de su libro. Después dijo: —Pobrecilla, ¿no ves que estaba sola, quieta y tranquila hasta que hemos venido nosotros?— me miró y me dio un beso. De esta forma guardó en su libro el recuerdo de aquel hermoso momento.

Ves cómo te puedo contar lo que yo quiero aun estando muerto, el tiempo palidece ante la fuerza del deseo.  Si tú quieres contarme algo escríbelo y déjalo en el bolsillo de la chaqueta que yo lo leeré y te contestaré desde el Cielo.

Al terminar de leer la carta un suave viento rozó el tejado y penetró entre las rendijas confundiéndose con el silencio. 

Daniel no comentó nada con nadie sobre la carta de su abuelo, le costaba creer que se pudiera haber enviado un escrito a un nieto desconocido. A la vez le ilusionaba, sentía como si su abuelo, de alguna forma, ya le conociera.  “¿Será verdad que puedo escribirme con él?”; Se preguntaba una y otra vez. Pero claro, hay cosas que no se pueden comentar con nadie porque te pueden tomar por loco.

En cierta ocasión escuchó una conversación de sus padres sobre la abuela Fortunata que le dejó preocupado. ¿Debería el fantástico abuelo saber en qué estado se encontraba la que fuera su esposa? Aunque tenía muchas dudas de que un escrito sirviera de algo; pensó que, de todas formas, al dejarlo en el bolsillo de una chaqueta olvidada tampoco arriesgaba nada, aunque todo fuera fruto de su imaginación cogió un bolígrafo y comenzó: 

Querido abuelo:

Si es que de alguna forma lees esto, tengo que decirte que la abuela Fortunata está muy mala. Oí decir a mis padres que no creen que dure mucho, que es una mujer muy mayor y está muy enferma, ya no quiere comer. A mí me da mucha pena, no quiero que se muera, quiero que cuando vaya a casa de mi tía, ella esté allí, sentada en su silla de mimbre.

Bueno, como era tu esposa, pensé que tenía que decírtelo. No sé qué más contarte, así que te envío un beso y me despido.

Daniel.

El muchacho cogió la carta, la metió en un sobre, subió al desván, abrió el baúl y dejó su escrito en el mismo bolsillo de la chaqueta dónde encontró la nota del abuelo. Después se fue a su cuarto, cogió un libro y comenzó a leer. Sus ojos pasaban por encima de los renglones completándolos todos y saltando de página, pero sin enterarse  de nada de lo que había leído. No podía concentrarse, quería saber si realmente esas cuatro letras que había escrito llegaban a su abuelo y si éste  le daba una contestación. Así que volvió a subir al desván, abrió el baúl, miró en el bolsillo de la vieja chaqueta y encontró un sobre, pero éste no era el mismo que él había dejado, era otro y contenía algo más que un papel con unas notas.

Efectivamente, entre la carta doblada había una hoja de ortiga seca y aplastada, como si hubiera pasado largo tiempo entre las hojas de un libro que la debió guardar con mucho cariño. Desdobló la nota y comenzó a leer:

No tienes por qué preocuparte, mi querido y desconocido nieto. Aquí, en este extraño lugar entre lo ilusorio y lo deseado, se está muy bien. No tienes por qué temer su marcha, piensa que de alguna forma volverá conmigo a recordar nuestros sueños y que sus deseos están más en este lugar que en el que va a dejar. Piensa que será feliz, que ya está cansada de tanto luchar y que desde aquí velaremos, tanto ella como yo,  por vosotros mientras disfrutamos del tiempo.

Haz lo que yo te diga, por favor, veras como sonríe, verás cómo su cara se enternece y sus ojos se cierran en un plácido recuerdo. Ve y dale un beso en la punta de la nariz, después entrégale esa rama de ortiga que junto a  la carta te envío. No hagas más, sólo obsérvala y verás que no me equivoco.

No le digas que es cosa mía, ella ya lo sabrá.

Te quiero, mi ya no tan desconocido nieto.

Una extraña brisa empujó las paredes de la buhardilla colándose entre  las escasas grietas que parecían no existir, y acariciando suavemente el rostro del chico impregnó el ambiente de un aroma especial.

Al día siguiente por la tarde, después de haber hecho las labores del colegio, Daniel pidió permiso a sus padres para ir a ver a la abuela. Éstos, aconsejándole que fuera muy formal, consintieron la petición orgullosos de que se hijo se preocupara por la anciana.

Al entrar en la casa de su tía, pudo apreciar un ambiente serio, perduraba el olor a madera seca de siempre y el silencio gobernaba todo el lugar penetrando hasta en los más escondidos rincones. Al fondo del pasillo estaba el cuarto de la abuela, en el centro, con dos mesillas a ambos lados, se encontraba la cama, sobre ella un crucifijo adornaba la desnuda pared, y entre las sábanas, pálida e inmóvil,  con los ojos cerrados y el pelo revuelto, reposaba Fortunata.

La anciana parecía dormida. Daniel, aproximándose, hizo lo que el abuelo le dijo: le dio un beso en la punta de la nariz. En ese momento los dormidos ojos se abrieron, el muchacho entregó la pequeña rama de ortiga seca a las huesudas manos de su abuela, que no necesitó ver la ofrenda. Su mirada, sin querer, se fue hacia el cielo; una sonrisa iluminó el cansado rostro que aún lucía un cutis perfecto. Apretó con sus torpes dedos la dádiva y, sonriente, se sumergió en un plácido sueño.

 

©F. Urien


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