Para mí, un tipo huraño, divorciado y de cierta edad, había sido una revolución en mi rutinaria vida. La conocí en la cafetería a la que acudía a tomarme el café de la tarde. Era de mi edad y supe después que estaba soltera sin familia cercana. Diferentes pero con visiones comunes sobre la vida, nos encontrábamos bien juntos. Eso sí, nada de profundizar en territorios íntimos. Alguna vez le acompañé a su casa, sin traspasar nunca el portal. Era mi zona de confort, optamos por la contención, eludiendo riesgos y altibajos.
Y llegó la pandemia que nos sorprendió más que nada por el ritmo de los acontecimientos. Sí que hablábamos del coronavirus, pero nos parecía algo lejano: un alemán en un hotel de Canarias, casos en Lombardía, cosas poco relevantes. La vida giró ese fin de semana: el sábado 14 de Marzo de 2020 se promulgó el estado de alarma, un concepto que me costó digerir . Todavía ese día me di un buen paseo, pero el lunes fui aquilatando las consecuencias de ese “estado de alarma” y comencé a conjugar expresiones como “distancia social” “confinamiento”… y demás literatura que se hizo habitual los siguientes días. Cuando salí a comprar, me sorprendió el vacío. Una atmósfera opresiva, la calle desierta, la poca gente mirándose a hurtadillas.
Pasaron tres días, y llegó el horror. Datos, estadísticas, cifras, todo se hizo pavoroso. Infectados, muertos, curvas, picos, estrategias, expertos en salud… Medidas económicas para paliar las consecuencias de la pandemia. Pegado a la tele, escuchando la radio, mañana, tarde y noche, sin momento de distensión.
Comencé a experimentar la angustia de la soledad y se lo dije casi de broma, sin apenas pensarlo, “cualquier día me voy para tu casa, no estaríamos tan solos”. Me sorprendió su respuesta más cerca del sí que del no “hombre, habría que pensarlo”. Y no dudé, “el jueves me voy para tu casa”. Y aceptó.
Preparé mi macuto: chándal, pijama, ropa interior, otro pantalón y un par de camisetas. Emprendí la marcha con espíritu pionero y una emoción difusa. Caminé calles bien conocidas pero que me resultaron exóticas, como envueltas es un extraño letargo; encuentros huidizos con personas enmascaradas. Contemplé mi imagen en el reflejo de las lunas de comercios cerrados, que proyectaban la figura de un fugitivo de la soledad.
Recibimiento grato y dulce sonrisa; me enseñó la sencilla habitación donde coloqué mis cosas disponiéndome a vivir la cuarentena en compañía. Costó superar ciertas reservas, romper el hielo, pero todo fue en progresión. Largas conversaciones, sonrisas, comidas austeras, música, televisión y aplausos a las ocho de la tarde.
Se fueron acortando las distancias. Pasé del sillón individual al sofá de dos, que pronto se hizo grande y acabé cambiando de habitación… Escuchamos juntos la noticia de la cuarta prórroga del estado de Alarma y, paradoja, nos sentimos bien. Y en ese momento cruzó por mi mente el título de la novela del Nobel “El amor en los tiempos del cólera” que al instante adapté mentalmente mientras me sonreía: “El amor en los tiempos del coronavirus”.
Jesús Montero