El andén de metro está atestado de personas que desean llegar a sus casas. Ocho de la tarde, ya es de noche. Hora punta, prisas. Hace frío y en el exterior llueve incesantemente.
Ante el ascensor se forma una larga cola. Dos sillas de ruedas remontan la fila dejando atrás a los que esperan. Tienen preferencia absoluta. La gente cede a la prioridad aunque con cierta displicencia. Una silla de niños, empujada por una joven madre, y una silla de inválidos entran los primeros en la cabina. El resto del espacio es ocupado hasta los topes por personas que se apretujan para entrar. Se inicia el ascenso.
Los dos carruajes han quedado uno tras otro. El niño tendrá dos años, carita redonda, pelo alborotado y no deja de moverse y manotear. El inválido es un cincuentón, algo mal encarado. Corpachón tosco, barba de días, humildemente vestido y el pelo mojado por la lluvia. No es fácil guarecerse en silla de ruedas. Su rostro reconcentrado y serio muestra cansancio, una fatiga provocada por todos los inconvenientes que ha debido superar hoy, un día adverso de frío y lluvia, y otra fatiga mas profunda, que se ha hecho crónica y que ha marcado de arrugas y surcos su semblante. Quién sabe cuántos obstáculos, y desde cuándo, habrá tenido que superar en lucha con un entorno hostil, no diseñado para sus limitaciones.
Ambos, niño y hombre, quedan a la misma altura. Los carros les igualan. El niño, curioso, se gira hacia atrás. Ve un semejante también en carrito, pero le intuye diferente. No, no es como él ni como otros niños con los que ha coincidido otras veces. Se cruzan las miradas. Los ojos infantiles reflejan sorpresa, curiosidad, expectación. Los otros, los del adulto, velados de tenue tristeza, van adquiriendo una luz aún indefinida.
Inesperadamente, se escuchan tres pitidos “pi, pi, pi”. El inválido ha pulsado una bocina. Sorprendidos, todos los pasajeros del ascensor enmudecen algo tensos. Están pendientes de los dos protagonistas. Otra vez “pi, pi, pi”. El hombre ha vuelto a pulsar el botón mientras concentra su mirada en el niño. Al tiempo, sus labios van dibujando una sonrisa dulce e ingenua que por un momento ilumina su rostro. El niño, sorprendido y feliz, sostiene la mirada. Le responde a su vez con una sonrisa que se va haciendo cada vez más luminosa y que deja ver sus cuatro dientes. Sí, le sonríe como solo un niño sabe hacer. Extiende su manita tratando de tocar al hombre. Quiere su contacto, su amistad. Los dos han quedado prendidos en ese cruce de miradas, de sonrisas, de dulzura. Un instante mágico.
La gente está conmovida. Ese grupo anónimo y con tanta prisa se hace más humano. Se miran unos a otros con ojos brillantes, con un fondo de ternura. Cómplices de ese momento.
El trayecto llega a su fin, ha durado veinte segundos. Se abre la puerta, los carros primero. Después, uno a uno, todos los demás. Fuera sigue lloviendo y sigue haciendo frio.
Jesús Montero
7 Comentarios en “veinte segundos”
Que bonito narras como la ternura de un niño hace que un hombre tosco y mal encarado producto de las adversidades que ha tenido que afrontar vuelva a sonreir y sonria como un niño. hasta el punto de llamar la artención del pequeño con la bocina de su silla. Muy bonito. Enhorabuena y gracias
Te agradezco Juan Carlos tu comentario. Justamente ese momento «ternura» es el que he tratado de transmitir. Gracias
Jesús, muy bonito. Te animo a continuar con el envío de nuevos relatos. Y a los lectores, también.
Un saludo,
Gracias Jorge. Me animaré a repetir. Un saludo.
Joder Jesús.Que historia tan bonita y que ternura. Me ha emocionado. Un abrazo ta Urte Berri on
Todos deberíamos volver a ser niños en algunas ocasiones. Eskerrik asko Jesus
Me ha gustado. Pertenece a ese monton de momentos humanamente tiernos que se producen en todos los rincones del mundo, pero que no son publicados por la prensa, ni comentados en las tv «amarillas». Seguro que son infinitamente mas numerosos que los que nos desasosiegan, pero como no se comunican, no existen. Gracias Jesús por haberlo comentado, ello hace que se borre «un poquito» la maldad que nos rodea.