Su cara morena irradiaba una simpatía fuera de lo común, tenía unos ojos negros vivaces que también sonreían; su pelo era corto, muy negro. No levantaba un metro del suelo y de su pecho sobresalía una caja de madera repleta de caramelos, chicles, mecheros y cajetillas de tabaco. Creo que dijo tener siete años.
Fue en Huaraz, departamento de Ancash, en los aledaños de la Cordillera Blanca de los andes peruanos. Era mi vuelta a las montañas después del trágico verano del 94. Huaraz y la Cordillera Blanca también habían sido el escenario de mi primera salida de Europa, dieciocho años atrás. Son, por tanto, parajes que guardo en un rincón preferente del corazón. Las gentes que habitan aquellos parajes ven algunas constelaciones que vemos también nosotros, como por ejemplo Tauro, Orión y las Pléyades, pero no las ven como nosotros; las ven al revés. Allí, en la noche oscura deben buscar su referente en la Cruz del Sur, no en la Osa Menor y la Estrella Polar, y cuando la luna define una “C” en el cielo, indica, al revés que aquí, que se encuentra en su cuarto creciente. Allí también amanece por el este, pero el sol, en lugar de recorrer por el sur su inexorable ruta hacia poniente, lo hace por el norte, de manera que cuando uno escala en una cara sur sabe que, al contrario que aquí, tendrá sombra y frío todo el día. Y es que, en el hemisferio sur, son muchas las cosas que ocurren al revés.
El hemisferio norte no es una maravilla para todos sus habitantes, pero la mayoría de ellos vive mucho mejor que la mayoría de los habitantes del hemisferio opuesto. Aquí lo normal es que los padres mantengan a los hijos, al menos hasta cierta edad.
Siempre que finalizábamos alguna escalada bajábamos a Huaraz a reponer fuerzas, beber cerveza y comprar comida para la próxima. Corría el verano del 96 y entonces, en el Perú, gobernaba -es un decir- el sinvergüenza de Fujimori. Siempre que bajábamos a Huaraz nos topábamos con aquel niño de tez morena, pelo negro y ojos negros que vendía caramelos, chicles, mecheros y cajetillas de tabaco. Siempre le comprábamos algo y cada vez pasábamos juntos ratos más largos. Nunca nos aceptó una cena en condiciones, aunque en más de una ocasión llegó a “picar” algo con nosotros. Un día le preguntamos su nombre y, como lo más normal del mundo respondió: “Roosevelt”. No añadió ningún otro comentario. Su nombre era Roosevelt, sin más. Nos contó que “entregaba a su mamá” todo lo que sacaba de sus ventas y que por la mañanas -creo que también por las tardes- iba a la escuela.
(colaboración de Juanjo San Sebastián)
Un comentario en “ROOSEVELT”
Como siempre un relato estupendo. Por favor no dejes de deleitarnos con tus andanzas.