Se abrió el comedor, la mesa estaba dispuesta. Vajilla de las grandes ocasiones, cristalería en consonancia. Los asistentes atraviesan solemnes y ceremoniosos el salón, dirigiéndose cada uno a su sitio. No fue preciso que nadie preguntara nada. Diligentes camareros y un brillante maitre se esforzaban por acomodar a todos en su lugar correspondiente.
La promoción del año ochenta y dos de la Facultad de Derecho celebraba su cita anual y homenajeaba a uno de los mas ilustres de sus componentes: el Ilustrísimo señor Leandro Fernández del Becerro, Presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma. La verdad que este homenaje se tornaba inoportuno, la prensa estaba aireando desde la pasada semana cierto affaire, un asunto turbio relacionado con el ilustre Leandro Fernández del Becerro. Que si presunta prevaricación, abuso de posición, mordidas, en fin, cosas feas… presuntas por supuesto. Los organizadores del acto no se habían atrevido a cancelar el homenaje, y es que el señor Leandro era mucho señor Leandro. Y además no pasaban de ser rumores.
Leandro era fruto de la educación recibida. Hijo único de padres de cierta edad había soportado en su niñez y adolescencia una educación muy tradicional. Sus padres católicos a ultranza diseñaron para él un currículum en el que no faltó el tradicional internado. Leandro trataba de adaptarse a ese modelo de vida, y lo consiguió a medias. Pero creció con ciertas carencias. Sus vacaciones, tiempos maravillosos para la mayoría de sus compañeros, quedaban mediatizadas por la frialdad y distancia de sus padres que no sabían o no podían conectar con un hijo que deseaba vivir las experiencias que sus compañeros contaban y que escuchaba envidioso en su vuelta al internado.
Así que Leandro fue creciendo con cierta rebeldía interior, fruto de la frustración entre sus apetencias personales y el estricto camino que sus padres marcaban para él. El resultado fue una persona contradictoria, con una lucha interna entre el deber ser y el querer ser, que no siempre conciliaba bien. Los padres le habían transmitido sentido del deber, respeto por la norma, y una moralidad bastante mojigata. Y él deseaba alcanzar objetivos ambiciosos, vivir la experiencias que no estaba pudiendo tener y liberarse en lo posible de esos corsés que le asfixiaban. Desarrolló una personalidad egocéntrica, cargada de escepticismo vital. Entendía que la vida era mucho mas que el reducido horizonte pretendido por sus padres. y para conseguirlo no se ponía límites. El ¡yo soy yo! fue su lema, lo que le generó una cierta falta de escrúpulos.
Inteligente, cursó con brillantez la carrera de Derecho, en la promoción de 1982. Se doctoró e hizo rápida carrera en el poder judicial, y ahora era Ilustrísimo. Y en el momento cumbre, tuvo que llegar la puñetera filtración, el escándalo… Y faltaba por descubrirse lo peor.
Reunió el coraje suficiente para asistir a la inoportuna cena y al más que inoportuno homenaje. En una aparente perfecta armonía fue desarrollándose el banquete: conversaciones convencionales, diplomáticos y ceremoniales discursos , y no faltaron los brindis y loas al homenajeado, el champán y los licores. En la prolongación de la velada las conversaciones fueron haciéndose más íntimas y confidenciales y Leandro detectó con claridad, sonrisitas, miradas despectivas, algún “ya lo suponía yo” y unos cuantos “que se joda”… Así es la vida. Despedidas, palmadas, abrazos, todo un ritual de falsedad de los miembros de la promoción del ochenta y dos de la Facultad de Derecho. Leandro no detectó la mínima empatía y solidaridad hacia su persona, quizá lo tenía merecido.
De madrugada todos regresaron y volvieron a sus casas. Unos felices y satisfechos, otros liberados de una pesada carga social. Leandro marchó de los últimos, tenía que aguantar el tipo. Al salir le alivió la negritud de la noche y le azotó en su rostro un viento helado; le despejó la mente y le llegó al corazón. Montó solo en su coche, había prescindido del chofer para la celebración. Treinta kilómetros y estaría en casa… donde no le aguardaba nadie. Sí, le esperaban la tristeza y la desesperación.
Leandro, frío como un témpano comenzó a pisar el acelerador. Una larguísima recta de la carretera comarcal… fue rebasando a los compañeros que habían salido antes que él y que al verlo murmuraban “dónde va éste”. Llegó al final de la comarcal… una curva daba acceso a la carretera nacional. Leandro esbozó una mueca por sonrisa y pisó el pedal todavía mas a fondo. Su potente Mercedes acabó volando hasta que un árbol se interpuso en su camino.
Jesus Montero
