Entre alambradas
(Frontera Bielorrusia – Polonia)
Aquella noche colgaban carámbanos de las estrellas, las notas de música temblaban en el silencioso pentagrama, la luz había huido de aquel lúgubre lugar, la sinfonía caía lentamente, como copos de nieve que deseaban huir. “No mires atrás, no mires atrás”. El oscuro y gélido campo respiraba ronco, como si estuviera agonizando, como si la vida acabase ahí, junto a la alambrada. Al otro lado se encontraba esa historia de hadas y duendes que su padre le había contado. “No mires atrás”. “Pero el frente está tan oscuro…”
Suspiraban los sueños de las almas que quedaron allí atrapadas, entre dos mundos que no querían verlos. No, no les importaban los sollozos de ese muchacho, aunque solo tuviera seis años. Los ecos de las luces del otro lado de los espinos empezaban a asustarle. ¿Existe el infierno? Las voces de la gente se escondían en la sombría cuerda del horizonte, apenas se oían. No había color en el anochecer. Tragó saliva. “¡Papá, despierta!” Se oyó el cantar entrecortado y tímido de un grillo. La tiniebla azul brillaba desde un paraje silencioso. ¿Tendrá frío? La esperanza caía, trozo a trozo, entre las ramas de los árboles y el tic-tac de un reloj que allí no estaba, pero cuyo engranaje no se detenía. Atrás, la alambrada también cortaba la luz, no dejaba que el horizonte se acercase, ni que el canto de los pájaros se oyese. El viento arrastraba pétalos de amapolas negras que no se veían, pero que rozaban la fina piel del rostro del muchacho, asustándolo. “¡Papá, despierta!” El silencio turbaba el brillo de los inocentes ojos que despachaban un oleaje de lágrimas contra sus párpados, hasta desbordarlos.
La luna ya no reía, apenas alumbraba un poco, allá, en el lejano bosque del sigilo, al otro lado de la alambrada: lleno de flores y pájaros, donde la música caminaba flotando entre las ramas, completando una sinfonía que se oía sin querer; canto de sirenas para navegantes desarmados. Allá no se puede ir, está tan lejos… Hay tantos abismos entre los asustados ojos del niño y el reino de aquellos duendes y hadas que no se puede más que soñarlos. Las voces de la gente ya no se oían. El suelo estaba frío y húmedo, como si los muertos allí enterrados estuvieran llamando, con un susurro de silencio, a las despreciadas vidas que se arrastraban por la franja de tierra que recorría el pasillo trazado por dos hileras de puntiagudas y afiladas hojas de metal. “¡Papá despierta!” Las pequeñas manos apenas podían mover el cuerpo del hombre que le acompañaba.
Sopló con más fuerza el viento. Fría penumbra que gritaba desgarradoras esperanzas entre los árboles, queriendo llamar la atención a un mundo que se encerraba en el tranquilo silencio de luz tenue y cálida. El insensible viento caminaba despacio entre los troncos de los árboles y el silencio que adornaba el oscuro pasadizo. Copos de nieve, que volaban al son de una sinfonía mentirosa, caían mudos y se mezclaban entre las hierbas, las raíces de los árboles y el hosco barro; abrazándose a una tierra descorazonada. La luna abrió sus brazos de luz y alumbró a un niño que reposaba sobre el vientre de su padre. La brisa movió el pelo del varón. “¡Papá despierta!”
Apenas un susurro, un susurro que el silencio quiso atrapar para que no molestase al alba que parecía nacer al otro lado de los espinos. Una mano del muchacho agarraban el abrigo de su padre, la otra reposaba sobre un rostro que ya no se movía. En aquel momento el silencio jadeaba agitadamente. El sonido de un disparo se oyó a lo lejos y su eco repitió el desafío, de forma cada vez más débil, a la quietud de un lento amanecer. El rostro del padre se confundía con el color de la luna y la escarcha de la madrugada.
Los labios del niño ya no respiraban, blanqueaba su carmín. La música del firmamento acarició el rostro de un muchacho que ya no se movía. Una cálida brisa abrazó los cuerpos, cubriéndolos para que nadie sospechara que las flores que allí crecían eran fruto de una esperanza.
© Fernando Urien