La Píldora

—¡Chsss! ¡Calla! ¡Ten cuidado! ¿Ves? Ese es tu padre.

Melinda señalaba con la mano al perro que reposaba tranquilo sobre la alfombra del salón; mientras, acercaba el dedo índice de la otra mano a sus labios para que su hijo no hiciese ruido. Ricardo miró a su madre, después miró al perro y sin decir nada continuó leyendo el libro de historia que tenía entre manos.

—Nos están vigilando… Creen que no lo sé, pero siempre nos están vigilando.

Ricardo dejó los estudios por un momento y echó una mirada a su madre que estaba sentada en el sofá, después volvió la vista al libro. Ella tenía el pelo revuelto y los ojos abiertos de forma exagerada, parecía que lo globos oculares se le salían de los párpados; no dejaba de mirar al pequeño «Turko», que levantaba la cabeza con las orejas tiesas cuando se sentía observado por su ama. La mujer se movía de forma brusca de un lado a otro del sofá. De vez en cuando, se levantaba e iba a la ventana. Hacía gestos con la cabeza y aspavientos con las manos frente a los cristales, pretendiendo hacerse ver, para que los transeúntes supieran que ya conocía los entresijos que ellos se traían. 

—Les voy a decir cuatro cosas. Ellos creen que no lo sé…

Después se acercó a su hijo. Este la recibió con gesto malhumorado. Tenía un examen de Historia de la Economía y su madre no le dejaba en paz. No obstante, no le reprochó nada. Se resignaba ante la presencia de su desmelenada compañera. Ella se aproximó a su oído susurrándole:

—Ponen micrófonos  para escucharnos. Voy a decirles cuatro cosas. Como que yo no sé dónde están…

Melinda salió del salón. El joven estudiante observó a su madre mientras se alejaba por el pasillo a hurtadillas. Al poco tiempo se escucharon voces en el cuarto de atrás, el que está más allá de la cocina. Los ecos de los gritos de su madre se repartían por la casa como el ruido de las cadenas de un fantasma que escapaba a la razón. Ricardo, tapándose los oídos con las manos,  clavó los codos sobre la mesa con la pretensión de seguir estudiando. Le resultaba imposible. Se levantó y cerró la puerta del cuarto donde su madre hablaba con las paredes. Después, cerró la de la sala y cogió de nuevo el libro. El perro dejó reposar la cabeza sobre la alfombra y agachó las orejas. Se hizo un momento de silencio en ese cuarto. El mudo «tic-tac» del reloj era testigo de la tranquilidad que se respiraba. El muchacho se relajó mientras pasaba las hojas del libro con cierta tranquilidad. El perro se acercó a la puerta y la empujó con la pata; quería abrirla. La lluvia golpeaba las ventanas con fuerza. El agua se deslizaba por los cristales como pequeños y transparentes riachuelos de caída vertical. «Turko» alejándose de la puerta de entrada a la sala se subió al sofá, donde se arremolinó y cerró los ojos. 

De pronto, Melinda entró bruscamente y buscó, de un lado a otro de la habitación, hasta que vio al perro sobre el sofá. Con gestos bruscos y rápidos, pues se le veía nerviosa; se abalanzó sobre su hijo y le preguntó:

—¿Qué te ha dicho Sergio? Sé que habéis estado hablando de mí a mis espaldas. Creéis que no me doy cuenta. ¿Me tenéis por tonta?

El muchacho se levantó de la mesa donde los libros no dejaban de reclamarle y le ofreció a su madre una píldora con un vaso de agua, mientras inquiría levantando la voz:

—¡Tómate esta pastilla!

—¿Qué habéis estado hablando de mí?

—¡Padre ha muerto! ¡Murió hace un año!

Después le acercó la pastilla a la boca. Ella la rechazó volviendo el rostro hacia un costado. Ricardo tomó una bocanada grande de aire y sujetó a su madre con un brazo, mientras con el otro intentaba meterle la pastilla entre los dientes. Melinda cerró los labios con fuerza y apretó los incisivos para no tomarla. Se revolvía y resistía con todo el cuerpo. Empujaba con fuerza la mano de su hijo rechazando la medicación. El muchacho, fuera de sí, sujetó la mano de su madre y volvió a forzar sus labios, forcejearon de tal forma que los dos cayeron al suelo. La pastilla rodó hasta debajo del sofá y el vaso de agua se vertió sobre la alfombra. Ricardo se levantó arrepentido de lo que había hecho y ayudó a su madre a ponerse de pie. Esta rechazó a su hijo de forma violenta mientras le recriminaba:

—¡No voy a tomar eso nunca más! ¡Tómatelo tú!

Después, incorporándose, se acercó al sofá, donde se encontraba «Turko» y, señalando al perro, gritó mientras hacía un monto de aspavientos con las manos frente al animal:

—¡Tú!, ¿verdad que eres Sergio? ¡A mí no me engañas!

Señalaba al perro subiendo y bajando los brazos con brusquedad. Ante semejante diatriba el animal, que estaba tranquilo, saltó del sofá y ladró con fuerza a su ama mientras le enseñaba unos colmillos cargados de rabia. La mujer, asustada, se dejó caer sobre el sillón y se encogió en él mientras se cubría la cabeza con los brazos. El perro paró de ladrar, bajó las orejas y se acercó a su ama que temblaba de arriba abajo. Ricardo, al ver a su madre encogida en el sillón, cubriéndose la cabeza con las manos entrelazas en la nuca y temblando; de la misma forma como lo hacía antes, cuando su padre le gritaba; cogió una pastilla y un vaso de agua, se acercó a ella, retiró los brazos de su rostro con suavidad, le dio un beso en la mejilla y la apretó entre contra su pecho mientras ella se tomaba la píldora.

 

©F. Urien

Dejar un Comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies