Ausencia 5


¿Qué si sueño con él? Desde el día en que nació nunca he dejado de soñar con él. Ocupa todos mis pensamientos. Él está en cada uno de mis actos. Sueño con él al acostarme, cuando respiro, cuando duermo y me revuelvo en la cama de forma inconsciente. Sueño con él en cada latido de mi corazón, cuando me desvisto, cuando me cubro con las mantas porque tengo frío, cuando lloro en mi soledad. Sueño con él cuando me levanto y no tengo a nadie a quien despertar, cuando preparo el desayuno para mí sola, cuando friego los pocos platos que he ensuciado y me faltan platos para limpiar. Sueño con él cuando voy al trabajo y no tengo a quien dar un beso en la mejilla, ni por quien preocuparme para que no llegue tarde a clase, para que no pierda el autobús. Sueño con él cuando trabajo y pienso que no tendré que ir a buscarle al colegio. Sueño con él cuando cojo el metro sin prisas, cuando compro el pan, cuando me siento a la mesa y él no está. Seño con él al salir el sol, cuando los pájaros se acercan al alfeizar de la ventana buscando las migas de pan que él dejaba, cuando veo el arco iris, cuando escucho a las horas gritar.

Cuando era pequeño le gustaba jugar con un tren; era todo de madera: las vías por donde pasaba la pequeña locomotora de color azul con su chimenea verde, los vagones de carga marrones, los de pasajeros con su techo de color naranja. Siempre pedía que le acompañásemos en el juego. No le gustaba jugar solo. Cuando venía su padre, solía sacar el tren. Le llamaba para que jugase con él; «Solo un poco, tengo muchas cosas que hacer». Arrastraba el tren hasta completar dos vueltas del pequeño círculo que las vías formaban. Nunca dio la tercera… Después de que su padre se marchase, no quería jugar conmigo. Se quedaba solo, moviendo el tren de arriba abajo hasta que le vencía el sueño.

Sabe usted, recuerdo cómo reposaba su cuerpo dormido sobre mi pecho. Lo recuerdo tan bien… A veces, hasta me parece notarlo. Dirá que son cosas de madre, no lo sé. Pero, quedó grabado en mi memoria como si hubiera sido ayer mismo cuando lo disfruté, y mañana me parecerá que es hoy cuando lo he tenido.

Para mi marido, la familia siempre quedaba en segundo término. El privilegio de ocupar sus inquietudes lo tenía su trabajo, su teléfono móvil, o esa secretaría que parecía no descansar ni los fines de semana. Para él la familia era necesaria para mostrar que tenía una vida convencional. Un elemento más de imagen.

Recuerdo que en cierta ocasión me hizo pensar que estaba equivocada. Fue cuando nuestro hijo tuvo un fuerte dolor de tripas. Tenía fiebre y se quejaba del vientre. Mi marido se presentó en casa enseguida. Me ayudó a preparar al niño y montarlo en el coche. En aquel momento sentí que éramos una familia. Cuando el médico estaba reconociendo a nuestro hijo, él me dio la mano. Hizo que me sintiera más segura. Luego el doctor nos dijo que era apendicitis y que le harían una pequeña intervención por laparoscopia. Que estaban habituados a ella y que el niño enseguida estaría en casa. No esperó a que nuestro hijo saliera del quirófano. Una llamada telefónica hizo que se fuera a no sé qué urgente reunión. Me dio un beso y me dijo que me llamaría, que no me preocupara.

El hogar no era lo más importante para mi marido, pero no creo que sea culpable. Todos hemos ayudado un poco al fatal desenlace.

Sí. ¿Qué quiere que le diga? Me siento culpable y me abraso por dentro cada vez que me vienen a la mente aquellos momentos en los que me enfadé con él. Recuerdo un día en que le grité, le grité mucho porque en la escuela había roto las hojas del cuaderno de su compañero. Se asustó. Estaba encogido, rodeando sus piernas con los brazos y apretando su pecho contra ellas. Musitaba unas palabras, quejándose por lo bajines de lo mal que lo había pasado en clase. No le escuché y continué mi retahíla de gritos y aspavientos. Se sentía pequeño, maltratado por todos y yo continuaba vociferando improperios como si mi hijo fuera inmune a tantos despropósitos.

Siento que un zarzal arrastra sus púas por mis entrañas, rasgándolas de arriba abajo, cada vez que me acuerdo de esos instantes. ¿Qué quiere que le diga? Siento que escondí la mirada cuando mi hijo pidió socorro. Más aún, fui parte de la tormenta que le aterraba. Me gustaría volver atrás, abrazarle contra mi pecho y decirle que le quiero. No sé…, no sé si hubo, entre tanta reprimenda, algún momento en que se lo dije.

La suave brisa se deslizó sobre la acera, silenciosa, tan trasparente que nadie pudo verla. Trepó por el duro tronco de los tilos y acarició sus hojas meciéndolas, haciéndolas vibrar y chocar unas con otras hasta provocar ese ruido que hacen las ramas de los árboles cuando hay viento. Rodó sobre las aguas de la ría dejando en la superficie un pequeño surco, casi imperceptible para los paseantes que disfrutaban de aquel atardecer caminando por sus riberas.  Tropezó con los arbustos agitando sus ramas, como los pequeños roedores que no quieren ser vistos pero que se delatan con los ecos que producen sus asustadizos movimientos. Sobrevoló las aceras al ras de las mismas, cogiendo velocidad y fuerza para poder trepar las altas vigas que mantenían el puente que cruzaba el río. Aunque aquellos fustes eran altos, gruesos y lisos, y aunque carecían de grietas  a las que agarrarse;  la brisa los envolvió y subió por ellos hasta llegar a la parte alta de la acitara, donde los pies de mi hijo vacilaban entre el vacío que tenía en frente y el andén del puente que había dejado atrás. Ese suave viento lamió la piel de mi hijo, erizándola; la traspasó con su  frío filo que penetró hasta su alma.  Su corazón aceleró el ritmo golpeando las paredes de su pecho, revolviendo unas entrañas que tiritaban de frío. Pero el viento no paró y continuó envolviendo en su duro témpano todo el cuerpo de mi niño. Alcanzó su rostro y revolvió el cabello bien peinado que tanto cuidé. Envolvió su razón y golpeó sus sienes hasta hacerle cerrar los ojos. La brisa no se conformó con el hurto que ya le había hecho. Continuó agitándose iracunda alrededor del pequeño cuerpo que vibraba de miedo. Lo empujó una y otra vez, sin compasión, haciendo que se tambalease en el quicio del abismo. Perdió el equilibrio y cayó mientras la brisa acompañaba a su destino.

Entonces, por debajo de la puerta de mi casa entró la noche. Oscureció la alfombra y subió cubriendo la consola del recibidor. Convirtió la gitana de porcelana que hay sobre el estante, en un rígido fantasma gris. Los candelabros perdieron su llama y desaparecieron los brillos del espejo que colgaba sobre ellos. La luz fue huyendo de la cocina al compás de un  goteo que repicaba en el fregadero acentuando el silencio del pasado. Ya no se oían los ecos de gritos y carcajadas de los niños jugando. La soledad golpeó las paredes con furia. Ya nunca más volvería a ser como antes. Los espectros de la noche corrieron por el pasillo convirtiendo en cenizas el hogar que tanto nos costó construir.  Se pudo oír cómo se arrastraban las breñas por las paredes de mi casa arañándolas con furia y dejando unas profundas marcas que solo nosotros sabemos percibir. Allí mismo lloró el firmamento cargándonos de lamentos y penas. Entre nuestras manos se deslizó el silencio y la oquedad se asentó en nuestros abrazos. Desde entonces nos falta el pan de cada día y el eco de su sonrisa. Aún hoy pervive la noche en su cuarto y me estremezco cada vez que pasó frente a él. Mantenemos la puerta cerrada, como si fuera algo ajeno a nuestras vidas. Pero su eco se escapa y golpea nuestros recuerdos con tanta rabia…

©Fernando Urien


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5 ideas sobre “Ausencia

  • Maria

    Yo lo creo, debe ser horrible, perdí a mi marido Jose Alonso empleado de BBK , hace 16 meses y es enorme el dolor y sigo así, es una soledad y su ausencia me invade. Siento mucho dolor por esas madres que pierden a sus hijos

  • FRANCISCO JAVIER BOLUDA RODRIGO

    Brutal Fernando. Qué facilidad de reunir lágrimas en los ojos al pensar en el inmenso dolor de una madre que no solamente ha perdido a un hijo sino que además se siente en parte culpable. Por Dios mejor no tener que probarlo nunca, pero gracias por remover conciencias.